Sanitarios con pies de barro

Dos meses después del inicio de la pandemia en España, ya hay más de 25.000 sanitarios infectados por coronavirus. Representan más del 15% de todos los casos y, aunque están en primera línea desde el primer momento, aseguran que no tienen equipos y que lo normal será que acaben todos infectados

Manu de La-Chica

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Isabel está a punto de abrir la puerta de su casa. Se muere de ganas de entrar, de ver a sus tres hijos pequeños corriendo hacia ella y de besuquearles como ha hecho siempre, pero no lo hace. Hace semanas que ya no lo hace. Cuando abre la puerta, se asoma y saluda a sus hijos, pero siempre a distancia. No deja que se le acerquen ni les abraza ni les da besos. “Se me parte el alma, pero es que me da pánico traerles algo. Ahora tengo a la pequeña con fiebre y me da miedo. No sé si venimos cargados de virus”.

Isabel habla en plural porque con esa frase también quiere hacer referencia a su marido, Sergio. Ella es enfermera; él, médico. Los dos trabajan en hospitales del sur de Madrid y están seguros de que, si no están contagiados ya, lo estarán en algún momento. Aunque no tienen test para comprobarlo. “Eso que dijo el Gobierno de que hay test era y sigue siendo mentira”, afirma. “No tenemos test para nosotros, ni tenemos las mascarillas que necesitamos. Ayer tampoco teníamos EPIs (Equipos de Protección Individual). Me puse una bata que no me dejaba ni coger bien una vía”.

Sergio, el marido de Isabel, es cirujano. Cuenta Isabel que hay días en los que él sí que tiene equipos para meterse en quirófano protegido, pero otros, como anteayer, en los que tiene que atender a sus pacientes “súper expuesto, sin EPIs”. Incluso ha tenido que operar directamente vías respiratorias de pacientes que estaban contagiados de coronavirus sin contar con los equipos de protección recomendados.

Por si acaso, para no contagiarse entre ellos y no contagiar a sus hijos, Isabel y Sergio llevan durmiendo separados más de mes y medio, desde que se declaró la emergencia nacional.

La falta de equipos de protección es una constante desde hace semanas en toda España. De hecho, el 3 de abril, la Organización Médica Colegial escribió una carta pública al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la que le pedía “proporcionar urgentemente a todas las unidades de atención médica que lo necesiten el equipo de protección necesario”. Además, advierten de que “el número de profesionales infectado supone ya más del 14% y no podemos seguir asistiendo a un incremento de casos de infección, con consecuencias muy graves a título personal.

Desde la publicación de esa carta, se han producido más de 8.000 nuevos positivos entre el personal sanitario. El 15,42% de los contagiados por coronavirus en España son sanitarios. Ningún otro país europeo supera ese porcentaje.

“Lo razonable es que nos acabemos infectando todos”, explica Joaquín Morera, médico de familia de atención primaria y exdirector de la revista MEDIFAM. En su caso, no sabe si ya lo ha pasado. El pasado 9 de marzo comenzó a sentirse mal y había estado atendiendo a un paciente diagnosticado con coronavirus sin equipo de protección individual. Se hizo la prueba, pero no le dieron el resultado. Así que, al mejorar y estar asintomático, el 13 de marzo se reincorporó al trabajo.

Morera explica que otros muchos médicos de atención primaria se contagiaron en esa primera fase de la pandemia: “No nos protegíamos hasta que teníamos la sospecha de un caso positivo de covid-19. Estábamos terminando también la epidemia de gripe, así que para muchos la única protección que había eran las mascarillas”. Cuando se detectaba un posible caso, entonces sí y ya en consulta, el médico se retiraba un momento y se vestía con el equipo de protección individual, aunque ya había podido tener contacto con el paciente.

La falta de equipos

A partir del 12 de marzo y al declararse el estado de alarma nacional, el protocolo de actuación cambió: el personal sanitario debía equiparse con EPIs desde el principio. Sin embargo, el sistema no estaba preparado para una demanda así. Los equipos de protección individual son equipos desechables, de un solo uso. Se ponen por encima del uniforme normal del sanitario y, dado que pueden tener contacto con pacientes que son portadores del virus, deben tirarse al salir de la habitación. En caso contrario, aunque quien está dentro del traje queda protegido, quienes tengan un contacto posterior con él pueden contagiarse.

Por eso, cuando los sanitarios comenzaron a atender a los pacientes en sus domicilios, tenían que llevar tantos EPIs como visitas fueran hacer. Morera cuenta que antes de entrar a cada una de esas casas tenían que ponerse un EPI nuevo. Y desecharlo cuando hubiesen terminado, “porque no sabes lo que vas a ver en la otra casa, no sabes si va a ser un caso de covid-19 o un cólico de riñón y, claro, tampoco puedes entrar en esa casa con algo que esté contaminado de otro”.

Había tanta demanda de trabajo que no tenían suficiente material para protegerse. “Yo he llegado a tener catorce visitas a domicilio y solo tuve EPI para las tres primeras. Las demás, a pelo, con una mascarilla. Pero eran casos que algunos fueron derivados al hospital porque eran covid positivo”, dice. Otros días no había siquiera ningún equipo y ha atendido a pacientes contagiados solo con un delantal sin un mangas y una mascarilla quirúrgica. Ni gorro, ni calzas, ni gafas herméticas, ni bata, ni una mascarilla que evite de verdad un posible contagio.

“Ahora mismo en cualquier sitio donde hay casos de covid-19, sobre todo si son residencias, sabes que hay zonas que están contaminadas”, afirma el doctor Morera. “Y esas zonas, por mucho que haya ido el Ejército o quien sea a limpiarlas, son zonas contaminadas por los enfermos. De hecho, el personal sanitario de las residencias también está cayendo como moscas. El virus no se ve, el virus está. Así que cuando entras ahí, rezas para que no toques nada. Y cuando llegas al centro de salud, te quitas todo y te lavas lo que puedes. Y en tu casa igual: te lavas otra vez, dejas los zapatos en la puerta, intentando que haya habido suerte y no lo hayas pillado”.

Como Isabel, Joaquín Morera ha seguido viviendo en su casa durante la pandemia. Cuenta que se planteó irse a otro alojamiento, pero en su casa no le dejaron. Prefirieron correr el riesgo a tener que separarse.

“No sabes hasta qué punto vives asustado”, sostiene. “Llegas a tu casa y mantienes unas medidas de seguridad extremas: no te ves, intentas vivir aparte… Es bestial. Por mucho que te cuides, la probabilidad de que te infectes es muy alta. Estás con muchos virus muchas veces y se sabe que la probabilidad de contagio aumenta con el contacto permanente. No es lo mismo estar una vez con una persona infectada, que estar cien veces con cien personas diferentes. La probabilidad es altísima. Lo único que pides es que, si te toca, no lo pases grave. Y que no lo lleves a casa, porque eso preocupa muchísimo”.

Morera cree que, siguiendo esa lógica, “la mayoría de los profesionales van a caer”. “Lo normal es que estemos todos infectados, que los profesionales sanitarios, incluso, lleguemos a trabajar infectados. Ojalá muchos de nosotros seamos asintomáticos y lo pasemos sin darnos cuenta”.

Falta de personal

Ante el aumento de número de contagiados y la falta de personal sanitario, el Gobierno autorizó el 16 de marzo la contratación de estudiantes del último curso de Medicina o Enfermería. Laura es uno de esos casos. Tiene 21 años y le faltaban solo unos meses para terminar la carrera de Enfermería en Pamplona. Al conocer que su universidad suspendía las clases hasta el curso que viene y que tenían la posibilidad de ayudar, todos sus compañeros escribieron un comunicado ofreciéndose como voluntarios para ayudar en lo que hiciese falta.

“En ese momento no era 100% consciente de lo que estaba haciendo”, explica. “Cuando me pidieron el currículum, se me vino el mundo encima”.

Unos días después, un hospital de Madrid le llamó. Ella se asustó. Dijo que no porque tenía que cuidar de un familiar, que es caso de riesgo, pero un poco después, volvieron a llamarla de otro hospital en la capital. Se lo pensó unas horas, pidió a sus amigos que rezaran para que tomase la decisión correcta. Y se fue.

Desde hace dos semanas trabaja en turnos de doce horas. Primero, un turno de mañana (de 7.30 de la mañana a 7.30 de la tarde) y, al día siguiente, turno de tarde (de 7.30 de la tarde a 7.30 de la mañana). El tercer día descansa y estudia las asignaturas que le quedan de la carrera. Luego, otra vez, al cuarto día, vuelve al hospital.

Laura cuenta que, antes de viajar a Madrid, se hizo a la idea de lo peor, de que “iba a ver cosas horribles”. “Pero hasta que no estás en primera línea no eres consciente de todo”. Cuando llegas a un sitio nuevo, lo normal es que te enseñen. Laura dice que llegar al hospital “fue como llegar a la guerra”. Sus compañeras sabían que era nueva, pero nadie tenía tiempo de enseñarle. Prácticamente tuvo que aprender de golpe.

Lo que más le duele es el no poder estar cuidando a sus pacientes como le gustaría. En circunstancias normales habría treinta pacientes en la planta en la ella que está trabajando. Ahora hay ochenta.

“Las enfermeras estamos ahí para cuidar, aliviar y consolar”, explica. Pero para todo eso hacia falta tiempo y, al estar tan saturados, el tiempo que tienen para cuidar, aliviar y consolar a cada paciente ha disminuido.

Además, ahora el contacto es mucho más limitado. Laura cuenta que en su hospital tampoco tienen tantos EPIs como necesitarían, pero no quiere quejarse. Ella se siente una privilegiada por estar en un hospital privado con algo más de medios. Sin embargo, tiene miedo. “Cuando te sientes protegida, te comes el mundo”, afirma. “Pero cuando tienes que reutilizar guantes, cuando sabes que andas desprotegida, vas un poco con pies de plomo. En cualquier momento te puedes contagiar”.

Irene es enfermera y también ha llegado a primera línea de batalla contra el coronavirus por la falta de personal. Tiene 22 años y es de A Coruña. Durante el último año ha estado compatibilizando trabajos puntuales con el estudio de la especialidad. Cuando comenzó la pandemia estaba sin trabajo.

La llamaron del Servicio Gallego de Salud (SERGAS) el 12 de marzo a las 10 de la mañana. Al día siguiente a las 3 de la tarde comenzaba su turno de trabajo en Ferrol. “Al principio sentí alivio”, recuerda. “Por fin podía ayudar. Pero luego tuve miedo. Mi mayor preocupación era poder contagiar a otros. Se me vino un poco el mundo encima e hice lo único que sé hacer: rezar. Y sentí mucha paz”.

Los primeros días de trabajo no tuvo que atender a pacientes con coronavirus. Se dedicaba a trasladar a otros pacientes a una zona libre de contagios para liberar espacio y así poder reubicar a los pacientes con covid-19. Después estuvo tres noches seguidas en una planta con posibles positivos mientras esperaban los resultados de sus pruebas. “Fueron noches muy difíciles”, explica. “Porque solo podíamos entrar una vez a cada habitación. Y en esa vez tienes que hacerle al paciente todo lo que le harías en una noche. El paciente está solo y tú sabes que eres la única persona que va a ver en ocho horas. Es una carga muy grande. Hay personas que quieren hablar, pero tú tienes aún otros veinte pacientes a los que tienes que poner la medicación. Yo intentaba siempre hablar con ellos y ofrecerles ese cuidado que normalmente les daría la familia”.

Irene explica que solo entraban una vez porque para cada visita necesitaban un EPI distinto y la orden era que había que ahorrar material. Como en las residencias a las que atendía Joaquín Morera. “En las plantas en las que son todos casos confirmados utilizas un EPI por turno”, dice.

Ahora Irene lleva el EPI puesto todo el día. Cada jornada va a una residencia distinta, monta “el chiringuito” y se dedica a hacer test para intentar detectar casos asintomáticos entre los trabajadores y los residentes.

Al contrario que en otras localidades o centros de salud de España, Irene asegura que nunca ha trabajado insegura — “gracias a Amancio Ortega, que ha comprado mucho material y ha puesto toda su infraestructura textil ha confeccionar EPIs” — . “Lo que sí, siempre nos piden por favor que utilicemos el mismo EPI las ocho horas seguidas, en vez de hacer dos turnos de cuatro horas”, aclara.

También cuenta que “cada día cambia todo: cambia la marca de las gafas, cambia la marca de las mascarillasY tienes que estar comprobando que las mascarillas sean FPP2, que son las que tenemos que utilizar para evitar contagiarnos. Alguna vez nos han venido mascarillas quirúrgicas, que protegen al paciente de lo que nosotros podamos exhalar pero no nos protegen a nosotros de lo que ellos exhalen, y tuvimos que avisar para que nos las cambiaran”. Irene prefiere tomarse todo este jaleo con humor: “Lo bueno de esto es que, como cada día tienes unas mascarillas diferentes, la marca que se te queda es distinta”.

Los momentos de luz

Como en cualquier trabajo, los compañeros pueden hacer que esas horas que estás fuera de casa sean más o menos amenas. Durante la pandemia ha sido normal ver vídeos de sanitarios celebrando juntos un alta o acompañándose durante la muerte de un compañero. “Es una situación muy delicada”, explica Irene. “Todos estamos muy sensibles y a veces saltamos a la mínima. O hay fallos de comunicación por culpa de las mascarillas. Pero también estamos viviendo todo lo bonito que sucede en estas situaciones de oscuridad”.

Irene habla de compañerismo, de cuidado y relata pequeños detalles de cariño como cuando una compañera vino a limpiarle el sudor porque ella no debía tocarse. O cuando llamaron a su compañera para decirle que su test había dado negativo y estaba limpia. “Esa cosa tan pequeña hizo que todas parásemos y nos pusiésemos a cantar y bailar como locas durante diez segundos”.

“Todo se vive a mil por hora”, resume. “Y la sensación que tenemos es que todo es nuevo. Antes poner un paracetamol era una tontería y ahora tienes que concienciarte de qué haces, qué tocas, qué pasa; porque en cualquier momento te puedes despistar”.

Al principio, la familia de Irene estaba muy nerviosa porque solo sabía lo que veía por la televisión. Ella les ha mandado algunas fotos para que vean que ella sí tiene EPIs y puedan estar un poco más tranquilos. “Me dicen que soy una heroína y me da mucho pudor”, dice riéndose. “Me pasa lo mismo con los aplausos. Me da mucha vergüenza. Pienso que aquí cada uno tiene su granito de arena y tú decides si lo pones o no”.

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Manu de La-Chica

Me gusta contar historias. Aprendí en el Diario de Navarra, El Español, Je Suis Réfugié, Rome Reports y Stolperstein.